
ReL. La verdad existe, también estos ámbitos de las “ciencias sociales”, y todos debemos caminar hacia ella, sin cerrarnos acríticamente a cualquier opinión contraria a la nuestra.
El ámbito educativo -colegios, universidades- debe ser uno de los sitios más seguros para el adolescente, para el joven. Todos lo entendemos, y así se proclama desde numerosos ámbitos. Ahora bien, ¿qué significa ese “espacio seguro”, ese “entorno seguro”? Rápidamente pensamos en la seguridad física, la ausencia de violencia física, por parte de profesores, y también de los alumnos. Y también ausencia de violencia psicológica, de discriminaciones, de situaciones de bullying.
Recientemente escuché la interpretación de “entorno seguro”, según muchas universidades liberales de Estados Unidos. Y por derivación, según muchas universidades del mundo. Entorno seguro es aquel en el que se acepta incondicionalmente lo que generalmente se dice (o sea, el pensamiento único) y en el que nadie puede opinar lo contrario de ese “pensamiento general” o “pensamiento único”. Se podría añadir, de modo coloquial, “¡y ay de aquel que ose llevarme la contraria a mí, alumno de esta ínclita universidad!”.
Corruptio optimi pessima, o dicho en román paladino, la corrupción de algo muy bueno es lo peor que puede haber. Cuando se habla de entornos seguros, con demasiada frecuencia se está pervirtiendo el legítimo deseo de libertad y seguridad en la educación. No estoy en contra de esta seguridad y esta libertad, de evitar la violencia física o psicológica, pero sí de interpretar esos sitios seguros como aquellos en los que no se puede discutir, disentir, tener un espíritu crítico, incluso contra lo que opina la mayoría. La verdad de una idea no depende del número de likes que tenga en Facebook o en Instagram, sino de su adecuación a la realidad. La bondad de un acto no depende simplemente de obrar “según la ley” (los capos nazis cumplieron lo establecido en sus leyes) sino de la cercanía o lejanía de ese acto con el Bien, en su sentido más general y completo.
La escuela, y sobre todo la universidad, es el lugar donde unos maestros, unos profesores, me enseñan a pensar, me ayudan a pensar con un espíritu crítico. Y si el profesor opina lo contrario que yo, alumno y niño en este saber, lo primero que debo hacer es escuchar y abrirme a sus opiniones, a sus enseñanzas. Y luego, si creo que está equivocado, exponerle mis dudas, mis opiniones, y contrastarlas, cribarlas en el rigor de la argumentación. Pero es un mal alumno aquel que critica, silencia y amordaza a un profesor simplemente porque opina de modo distinto. ¿Qué pensaríamos de un niño que denuncia a su profesor de matemáticas porque se siente violentado ante el Teorema de Pitágoras que acaba de explicar en clase?
Hoy en día está de moda centrar la educación, casi únicamente, en la destreza para usar la tecnología, las máquinas. La clave parece estar en la “competencia” para “hacer cosas”. Sin despreciar esas realidades, es más importante “conocer” las cosas, saber cómo funciona la realidad, y sobre todo cómo funcionamos nosotros, cómo obramos, qué perseguimos y qué nos da de verdad la felicidad. Me encuentro a diario cantidad de casos en mi trabajo como programador informático. Una aplicación de inteligencia artificial es útil, pero es más importante saber cómo hacerle las preguntas, y mucho más ser capaz de leer la respuesta con espíritu crítico, con criterio propio.
Las ciencias físicas (medicina, química, física, biología…) están muy habituadas a buscar evidencias, a poner en juicio cualquier hipótesis, a buscar su verificabilidad o su falibilidad en un diálogo riguroso con la realidad, con los datos, con las pruebas. Ese es uno de los criterios básicos de cualquier publicación científica: dos expertos en una materia, de modo independiente y anónimo, analizan la propuesta de un tercer experto; y si todo cuadra, se publica el artículo (es la llamada “revisión por pares” a la que se someten las revistas científicas). Pero ese criterio no se debe aplicar sólo a las material estrictamente científicas, sino a todo el saber, incluidos temas como la bondad o maldad del aborto, el modo de afrontar la transexualidad, el feminismo o las guerras geoestratégicas. La verdad existe, también estos ámbitos de las “ciencias sociales”, y todos debemos caminar hacia ella, sin cerrarnos acríticamente a cualquier opinión contraria a la nuestra.
Recientemente escuché algunas claves pedagógicas del padre Ángel Ayala, S.J., fundador de la Asociación Católica de Propagandistas, y me llamaron la atención por su plena actualidad. Ha pasado un siglo desde sus formulaciones, y siguen de plena actualidad. En la educación es clave una pedagogía activa, que parta de la realidad y la tome como su criterio de verdad. Una idea no es verdadera o falsa en función de quién la dice o de cuántos la apoyan, sino en función de su conformidad con la realidad. Ahí está la autoridad suprema; y mientras no me demuestren lo contrario, probablemente el profesor esté más cerca de esa verdad que yo. Y por eso su autoridad tiene sentido, no como un autoritarismo, sino como alguien más experto que yo, más experimentado que yo.
El alumno, como todo hombre, desea buscar y encontrar la verdad. Y no una verdad numérica, de likes, sino real, cercana a la realidad. El maestro debe mostrar al alumno la belleza del mundo. Y desde ahí, desde ese asombro, ayudarle a hacerse preguntas, acompañarle en su camino educativo.