La vigencia de la encíclica ‘Veritatis Splendor’

‘Veritatis Splendor’ Aborda temas relacionados con la moral cristiana y presenta un enfoque firme sobre la verdad moral objetiva y sus fundamentos en la ley divina.

 

Los debates en el sínodo, y sobre todo los que empujan los grupos de presión trasladados a Roma, y las ganas de un cierto sector de los medios de comunicación, incluidos algunos medios católicos, de rendir las enseñanzas de la Iglesia al mandato del “Mundo” (tradúzcase por cultura dominante en Occidente), la utilización de un lenguaje extraño a la antropología cristiana en el Instrumento de Trabajo sinodal, caso de la expresión LGBTQ, lo que indica que aparecerá en la síntesis de lo debatido -que no en lo aprobado- y en su trasfondo la voluntad de modificar las enseñanzas de la encíclica ‘Veritatis Splendor’, hacen que sea más oportuno que nunca, multiplicar desde ahora y en el transcurso de los próximos meses su enseñanza.

Veritatis Splendor’ publicada por el Papa Juan Pablo II en 1993, aborda temas relacionados con la moral cristiana y presenta un enfoque firme sobre la verdad moral objetiva y sus fundamentos en la ley divina.

 

El documento se divide en tres partes: la primera parte establece la base teológica para la enseñanza moral católica, la segunda parte se centra en la ley moral y la tercera parte trata sobre la conciencia y la formación moral. La encíclica destaca que la verdad es esencial para la vida cristiana y que los cristianos deben buscarla y obedecerla. También enfatiza que la libertad no es un fin en sí mismo, sino que debe estar subordinada a la verdad. En resumen, ‘Veritatis Splendor’ es una encíclica importante que establece las bases teológicas para la enseñanza moral católica y destaca la importancia de buscar y obedecer la verdad.

Estos son algunos de sus puntos clave:

Verdad y moralidad objetiva: Afirma la existencia de verdades morales objetivas y la posibilidad de discernir el bien y el mal a través de la razón y la revelación divina.

Primacía de la caridad y la verdad: Sostiene la importancia de la caridad y la verdad en la vida moral, destacando que la caridad no puede separarse de la verdad, y viceversa.

 

Ley natural y ley divina: Destaca la importancia de la ley natural como la base de la ley divina y establece que ciertos actos son intrínsecamente malos, independientemente de las circunstancias y de las intenciones.

Rechazo del relativismo moral: Advierte sobre los peligros del relativismo moral y la tendencia de la sociedad contemporánea a negar la existencia de verdades morales objetivas.

Y precisamente, los dos puntos anteriores son de los que registran mayores embates de los grupos de presión y el “Off-Sínodo” que funciona en paralelo, e intenta establecer las pautas interpretativas en los medios de comunicación.

Conciencia y formación moral: Resalta la importancia de una conciencia bien formada, que se guíe por la ley divina y la ley natural para discernir correctamente entre el bien y el mal.

Autonomía y libertad humana: Reconoce la importancia de la libertad humana, pero advierte que no puede conducir a la autonomía moral absoluta, ya que la verdadera libertad se encuentra en la búsqueda de la verdad y la conformidad con la voluntad divina.

En general, la encíclica enfatiza la importancia de la verdad moral objetiva y su papel en la vida cristiana, y advierte sobre los peligros de apartarse de esta verdad en un mundo cada vez más secularizado y relativista.

Constituye una sólida aportación teológica de clara deducción pastoral al hecho de que la Iglesia Católica es la única sociedad mundial que se rige por un marco de razón objetiva.

Introducción

En la introducción, Juan Pablo II explica el motivo de la encíclica: «Recordar algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas», y esto ahora es más actual que nunca.

Señala los errores que se cometen y que no pueden aceptarse:

  • Negar la doctrina sobre la ley natural.
  • Rechazar ciertas enseñanzas morales de la Iglesia.
  • No admitir que el Magisterio pueda intervenir en materia moral con instrucciones vinculantes.
  • Dudar de que los Mandamientos sean válidos en toda circunstancia.
  • Poner en tela de juicio el nexo entre fe y moral, como si solo la primera definiera la pertenencia a la Iglesia, mientras que habría que dejar las cuestiones sobre la conducta al juicio de la conciencia individual.

Una moral alentadora

Antes de examinar pormenorizadamente estas cuestiones controvertidas, el Papa remite a los fundamentos bíblicos con una penetrante meditación sobre el diálogo entre Jesús y el joven rico (Mt 19, 16-22), que ocupa el capítulo primero de la encíclica. La pregunta «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?», subraya el Papa, no se refiere tanto a las reglas que hay que observar, cuanto a «la aspiración central de toda decisión y de toda acción humana». La pregunta es un eco de la llamada de Dios, Bien absoluto, que nos atrae hacia Sí. De esta perspectiva se ha de partir para renovar la teología moral, como quiso el Concilio Vaticano II, «de manera que su exposición ponga de relieve la altísima vocación que los fieles han recibido en Cristo».

Juan Pablo II, así, presenta el fundamento de la moral cristiana en su horizonte amplio y atractivo, con una exposición que oxigena, lejos de todo legalismo o rigorismo, de visiones estrechas y casuísticas extenuantes. Al hilo del pasaje evangélico, muestra que la vida moral es el crecimiento del hombre en la libertad.

Las exigencias del amor

«La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre -señala la encíclica-. Es una respuesta de amor».

Los preceptos del Decálogo constituyen «la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad». No son imposiciones externas a la persona, pues «Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios (…), interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias»; del vínculo  del amor surgen las exigencias del deber y del compromiso: «Los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor».

Jesús indica el itinerario al joven: «Si quieres ser perfecto… ven y sígueme». Por tanto, «seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana». Esta configuración con Cristo «no es posible para el hombre con sus solas fuerzas», sino que «es fruto de la gracia».

La libertad reclama la verdad

El segundo capítulo examina algunas corrientes recientes de la teología moral, en relación con la situación contemporánea. Señala:

  • El reconocimiento de lo valioso que tiene la cultura actual: «El sentido más profundo de la dignidad de la persona y de su unicidad, así como el respeto debido al camino de la conciencia, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna».
  • Pero estas conquistas quedan, en algunas corrientes del pensamiento de hoy, desvirtuadas por varias desviaciones:
    • «Se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores»
    • «Se ha atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral», hasta llegar a «una concepción radicalmente subjetiva del juicio moral».

Tales errores están estrechamente relacionados con «la crisis en torno a la verdad», que lleva a «una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás».

Que en nuestro tiempo, mucho más que en la década de los noventa del siglo pasado, se ha transformado en una ética individualista basada en el impulso y la emotividad del deseo, que es lo que constituye la característica de buena parte de nuestras sociedades occidentales, transformadas en Sociedad Desvinculada.

La justa autonomía del hombre

  • Relación entre la libertad y la ley. No existe conflicto entre la libertad y la ley. Entre ley natural y dignidad del hombre.
  • La doctrina católica reconoce una justa autonomía del hombre, bajo un principio coherente: solo Dios tiene poder de decidir sobre el bien y el mal, lo que no significa arbitrariedad: «Dios, que solo Él es bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos». De modo que la ley natural no manda otra cosa sino el mismo bien humano, y por eso es, a la vez que ley divina, ley del propio hombre. Además, Dios ha dejado al hombre en manos de su albedrío. Así pues, la «autonomía» consiste en que «el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador»; pero «no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y las normas morales».
  • Lo que significa la autonomía humana es que «la vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen y causa de sus actos deliberados».

No hay biologismo en la doctrina sobre la sexualidad, sino unicidad del ser humano

  • La doctrina católica sobre la sexualidad no es «naturalismo» o «biologismo», sino afirmación de la unidad de alma y cuerpo, porque no puede olvidarse que es en esta unidad donde la persona es sujeto de sus actos morales. Dividir alma y cuerpo lleva a la separación de naturaleza y libertad, origen de otros errores. Poniendo la libertad al margen de la naturaleza se niega la universalidad de la ley moral -que no sería, entonces, natural-. En realidad, puesto que las normas éticas derivan de la común naturaleza humana, incluyen preceptos que obligan a todos y siempre.

La diversidad de culturas

La encíclica afirma que determinados preceptos son de carácter universal y para siempre. «No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar -precisa la encíclica- que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las trasciende. Este «algo» es la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal de acuerdo con la verdad profunda de su ser».

 

La  conciencia

  • El Papa explica que la conciencia es testigo de la cualidad moral de la persona y de sus actos; por eso actúa aplicando la ley al caso, pronunciando juicios de absolución y de condena. Lo que solo puede hacer porque reconoce el carácter universal de la ley. De modo que la conciencia es la «norma próxima de la moralidad personal», justamente porque «la autoridad de su voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está llamada a escuchar y expresar».
  • «Nunca es aceptable confundir un error «subjetivo» sobre el bien moral con la verdad «objetiva»». Si el yerro se debe a ignorancia invencible, el acto malo puede no ser imputable, pero no deja de ser un mal. La posibilidad de errar muestra la necesidad de formar la conciencia, de «hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien». Y para juzgar con rectitud no basta conocer la ley de Dios: «es indispensable una especie de «con naturalidad» entre el hombre y el verdadero bien», lo que se consigue mediante la virtud y la gracia.
  • Los pronunciamientos de la Iglesia no quitan libertad a los fieles, pues «la libertad de la conciencia no es nunca libertad «con respecto a» la verdad, sino siempre y solo «en» la verdad». En suma, «la Iglesia se pone solo y siempre al servicio de la conciencia».

La opción fundamental

  • El tercer apartado del capítulo segundo trata de la teoría de la «opción fundamental», según la cual la cualidad moral de la persona depende de la orientación general que esta haya dado a su vida, por o contra el amor a Dios y al prójimo. Los actos concretos, en sí, importan menos, de modo que -según esta postura- el pecado grave, que aparta de Dios, se da solo en la opción fundamental de rechazar su amor.
  • La encíclica señala que la doctrina cristiana reconoce la importancia de la opción fundamental que compromete la libertad ante Dios: la elección de la fe. Pero si el hombre tiene capacidad de orientar su vida al fin, la «ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos determinados». Por tanto, «la opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave».
  • Conserva plena validez la doctrina que distingue pecados mortales y veniales. No solo por el rechazo explícito a Dios, sino ya por cualquier desobediencia voluntaria de la ley moral en materia grave, se pierde la gracia santificante y -mientras no se obtenga el perdón- la salvación.

La buena intención no basta

Después examina el problema, clásico, de las fuentes de la moralidad, a propósito de la corriente actual llamada «teleologismo». Este pone la moralidad en la intención, olvidando el objeto del acto. Así, valora la intención según las consecuencias previsibles de la acción («consecuencialismo»), o según la proporción de sus efectos buenos o malos («proporcionalismo»), mirando si se busca la mayor proporción posible de bien o el mal menor.

Una conclusión de estas teorías es que no hay prohibiciones morales absolutas, que no admitan excepciones. Un acto que violara normas universales negativas podría ser admisible si el sujeto, con la intención puesta en los valores morales superiores, obrara según una ponderación «responsable» de los bienes implicados.

  • La encíclica rechaza el «teleologismo» y el «proporcionalismo»
  • «El obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno (…) simplemente porque la intención del sujeto sea buena». A su vez, las consecuencias previsibles son circunstancias que pueden variar la gravedad de una acción mala, pero nunca hacerla buena. La fuente primordial de la moralidad es otra. «La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada». Por tanto, hay actos «»intrínsecamente malos»: lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias». Para tener buena intención es imprescindible querer el bien y evitar el mal, y algunos actos son en sí mismos no ordenables al bien.

La comprensión del bien moral

  • El capítulo tercero aborda el valor insustituible del bien moral para la sociedad. El camino del bien, explica el Papa, aparece sembrado de dificultades, que es preciso afrontar con coraje. Sería ingenuo y dañino pensar que se presta un servicio al hombre aguando la moral: así se facilitaría, más bien, la destrucción de la convivencia y los atentados a la dignidad humana. Es responsabilidad de los Pastores de la Iglesia recordar a los fieles las exigencias morales en toda su radicalidad y pureza, pues la gracia de Dios capacita para vivir de acuerdo con ellas.
  • «La fe tiene también un contenido moral: suscita y exige un compromiso coherente de vida». La Iglesia, al alentar a este ejemplo de vida sin rebajar las exigencias morales, no se muestra falta de comprensión. «La verdadera comprensión y la genuina compasión deben significar amor a la persona, a su verdadero bien, a su libertad auténtica»; pero «jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias».
  • Frente al relativismo, «solo una moral que reconoce normas válidas siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede garantizar el fundamento ético de la convivencia social». Es fácil comprender que lo contrario lleva a que se multipliquen los abusos, en perjuicio sobre todo de los más débiles, pues, una vez admitidas excepciones a la ley moral, más se exceptúa quien más puede. Por eso, el Papa -como hizo ya en Centesimus annus (n. 46)- advierte del peligro que representa «la alianza entre democracia y relativismo ético», que puede terminar en un «totalitarismo visible o encubierto».

La nueva evangelización comporta una propuesta moral

  • «La evangelización –y, por tanto, la «nueva evangelización»- comporta también el anuncio y la propuesta moral». A los Pastores, compete esclarecer cada vez más la doctrina moral y «dar, en el ejercicio de su ministerio, el ejemplo de un asentimiento leal, interno y externo, a la enseñanza del Magisterio». No es su función reinventar o cambiar la moral: «El disenso, a base de contestaciones calculadas y de polémicas a través de los medios de comunicación social, es contrario a la comunión eclesial». Sin olvidar que el pueblo cristiano tiene derecho a recibir enseñanzas conformes con la fe.
  • Es deber de los obispos velar para que se respete este derecho de los fieles, evitando la confusión. Así, les corresponde «reconocer, o retirar en casos de grave incoherencia, el apelativo de «católico» a escuelas, universidades o clínicas, relacionadas con la Iglesia».
  • La encíclica de Juan Pablo II es también un mensaje de optimismo antropológico, apoyado en la eficacia de la Redención obrada por Cristo. «El ámbito espiritual de la esperanza siempre está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia divina y con la colaboración de la libertad humana». La Iglesia confía en el hombre, en su capacidad para el bien, sin duda debilitada por el pecado, pero que la gracia restaura y potencia hasta extremos antes inimaginables.
  • «A veces (…) puede parecer como si la moral cristiana fuese en sí misma demasiado difícil: ardua para ser comprendida y casi imposible de practicarse. Esto es falso, porque -en términos de sencillez evangélica- ella consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a Él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia».