Síndrome de Down: hablar más, hablar mejor.
Discurso en la sede de Naciones Unidas con motivo del Día Mundial del Síndrome de Down
(21 de marzo de 2021).
Jean-Marie Le Méné
Presidente de la Fundación Jérôme Lejeune internacional
El deseo de hablar más y mejor sobre el síndrome de Down es encomiable. La pandemia que estamos atravesando nos da la oportunidad de hablar más , ya que nuestras sociedades hacen hincapié tanto en la fragilidad de las personas con síndrome de Down frente al COVID como en la necesidad de protegerlas especialmente. Esto es lo que hacemos cada día en la consulta médica especializada de la Fundación Jérôme Lejeune.
Pero, en un sentido amplio, hablar mejor del síndrome de Down supone admitir la hipótesis de que hay margen para avanzar en este sentido y que, por tanto, las palabras que utilizamos son insuficientes o incluso inadecuadas. Me vienen a la cabeza las palabras del Premio Nobel francés Albert Camus: “Nombrar las cosas mal es contribuir a la infelicidad del mundo”.
Éste es, sin duda, el caso de la trisomía 21 o síndrome de Down. Es algo que nos debe hacer pensar y plantearnos el modo en que hablamos de la discapacidad intelectual asociada a esta particularidad cromosómica.
Dos tradiciones semánticas
Como sabemos en el ámbito de las Naciones Unidas, existen dos tradiciones semánticas para referirse a la alteración genética que provoca una discapacidad intelectual: una tradición anglosajona y una tradición latina.
El vocabulario anglosajón emplea “síndrome de Down”, y lo hace por el nombre del médico inglés que, en 1866, describió el cuadro clínico de las personas afectadas por esta circunstancia. Pero en realidad no fue hasta 1961 cuando el nieto del doctor John Langdon Down propuso reemplazar el nombre de mongolismo, que era el común en la época, por el nombre de su abuelo. Esta acertada sustitución de los términos puso fin a la interpretación racista del siglo XIX, según la cual los niños afectados compartían los rasgos de los habitantes mongoles porque eran el resultado de una supuesta degeneración de la raza blanca a la amarilla.
Una evolución semántica paralela se produjo en la tradición latina, que durante mucho tiempo asoció en medicina los horribles términos de “idiotez, imbecilidad o cretinismo” con la discapacidad intelectual congénita. Fue el profesor Jérôme Lejeune, tras su descubrimiento publicado en 1959 de la presencia del cromosoma supernumerario en el par cromosómico 21, quien propuso una terminología más precisa: la trisomía 21. Porque se habla de trisomía cuando hay un cromosoma de más y de monosomía cuando hay un cromosoma de menos.
En ambas tradiciones, que siguen vivas, la precisión del lenguaje ha permitido presentar la realidad sin poner el acento en su carga negativa. Ya no se estigmatiza a la persona, sino que se la presenta como portadora de un síndrome que toma el nombre de la persona que lo describió por su manifestación clínica en el pasado o de la causa científica descubierta más recientemente.
Una nueva degradación del vocabulario
Pero, tras habernos beneficiado de estos positivos avances, la sociedad está experimentando un nuevo deterioro del lenguaje utilizado para hablar de la trisomía 21, que tiende de nuevo a resaltar los aspectos negativos hacia quienes la portan: la trisomía solo se ve desde el prisma de su impedimento.
El registro semántico que se impone, así, es el de las políticas de cribado prenatal. El paradigma de la selección prenatal ha invadido el campo léxico del síndrome de Down hasta el punto de redefinirlo.
“Salvo disposición en contrario de los padres, se acepta como legítimo en el sentido de la ética colectiva e individual la inducción del aborto en fetos con trisomía 21”, escribía un famoso profesor de ginecología-obstetricia francés, hace ya más de veinte años, que añadía que “existe un orden establecido a favor de esta decisión[1] ».
Desgraciadamente, existe un orden establecido a favor de esta decisión. La tecnociencia, deseosa de rentabilizar sus innovaciones, instrumentaliza el embarazo etiquetando a cualquier niño sospechoso de tener el síndrome de Down de “humanidad caída” y ofrece a las mujeres embarazadas la “vía de escape” del cribado sistemático. La espera del hijo deseado, que era un sueño, se convierte en una pesadilla cuando se agita el fantasma del nacimiento de un niño indeseable.
Al reducir al niño a su patología, el mundo médico impide a la madre imaginar que el niño que lleva dentro pueda demostrar la menor aptitud para una vida digna de ser vivida. Si el síndrome de Down crea el desorden y encarna la infelicidad es entonces su supresión la que restablece el orden y la felicidad. De ahí la proliferación de las pruebas de detección, cada año más eficaces, la última de las cuales, el “Test prenatal no invasivo”, se presenta de forma favorable ya que afirma que “siempre da en el blanco” y evita el aborto del niño sano.
La felicidad censurada
Así se explica, por ejemplo, que en 2014 las autoridades administrativas francesas consideraran que un clip titulado “Dear Future Mom” (“Querida futura mamá”) para tranquilizar a las mujeres embarazadas de un bebé con síndrome de Down, no fuera un mensaje de interés público que pudiera emitirse en televisión en el marco de la publicidad, sino que debía emitirse en programas para ser “discutido y contextualizado”.
En este vídeo, 15 jóvenes europeos con síndrome de Down explican a la futura madre, en diferentes idiomas, que son tan capaces como los demás, de hacer muchas cosas, de ser felices y de hacer feliz a la gente. Las autoridades administrativas francesas criticaron el tono persuasivo de este mensaje y el hecho de que pudiera perturbar la conciencia de las mujeres que no habían decidido quedarse con su hijo. Según esta advertencia, la felicidad de estos jóvenes con síndrome de Down sólo debiera expresarse a condición de celebrar, al mismo tiempo, las virtudes de su propia desaparición.
El caso fue llevado ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por la virulencia desatada. Significa que es imposible hablar del síndrome de Down de otra manera que no sea con el lenguaje autorizado de los análisis de laboratorio cayendo como cuchillos sobre la persona. Así, la cadena que se genera es la de una prevención sistemática, de diagnósticos positivos casi todos seguidos de abortos, y de un sentimiento de culpa por parte de las mujeres al ver a personas felices con síndrome de Down.
Esta lógica del funcionamiento técnico, basada en criterios restrictivos de humanidad es irrreconciliable con la verdadera mirada hacia el otro en actitud de apertura. Hay, por tanto, dos discursos asimétricos: por un lado, el de la madre, de la familia, de la medicina, y de la sociedad que tiene una vocación natural integradora; y, por otro, el discurso de la tecnociencia que entiende la humanidad con una regla de cálculo hecha para excluir el “error”.
¡No a las normas del biopoder!
Hay que atreverse a decir que las mayores víctimas de esta lógica, tras las personas con trisomía 21, son las propias mujeres. Sus verdugos no son los hijos que llevan en su seno, sino quienes establecen las normas conforme a las leyes del mercado de la procreación. Este biopoder mantiene a las mujeres como rehenes, haciéndoles creer que serán incapaces de amar a niños clasificados por las pruebas como «menos humanos».
Por consiguiente, urge que la medicina deje de transmitir impunemente la presión tecnocientífica sobre las mujeres embarazadas. Al aceptar el etiquetado genético y morfológico del niño que va a nacer, son los médicos quienes validan la posibilidad del aborto hasta el final, lo que a ningún niño “según la norma” afectaría, porque la ley lo prohíbe. Incluir la selección eugenésica en los derechos de la mujer es una desviación que beneficia sólo a los fabricantes y comerciantes de estos test.
El único lenguaje apropiado para hablar de trisomía es el que utilizan los propios afectados: el lenguaje del corazón. ¿En nombre de qué imperativo aceptaríamos otro?
Jean-Marie Le Méné
Presidente de la Fundación Jérôme Lejeune, París